Diverses choses
SÉRIES ES/S (LV1)
Mi primer viaje a León
Cuando cumplí diez años, mi padre se acordó de la promesa que me había hecho el año antes y me llevó a León. Fuimos un sábado por la mañana, en el coche de línea de las ocho, y volvimos por la tarde cargados de regalos y de paquetes para mi madre y yo lleno de una extraña confusión. Era la primera vez en mi vida que veía una ciudad […]. Lo mejor de aquel primer viaje, el primero que los dos hacíamos juntos y el primero que yo hacía a la ciudad, mi padre lo había dejado para la tarde, seguramente para que lo degustara con calma y para que lo guardara siempre entre los mejores recuerdos que la vida me había de deparar. Si era lo que quería, acertó. La Catedral era un sueño, una fotografía, un decorado de cine alzado en medio de la ciudad. Así, como un decorado, fue como entró en mi memoria y cómo la recuerdo ahora mirando esta vieja foto que mi padre y yo nos hicimos delante de ella, él con su traje de rayas y yo con las botas nuevas que acababa de comprar, aunque, desde aquella tarde, la he vuelto a ver muchas veces. Porque como en un decorado de cine, fabuloso y bellísimo y terrible a la vez, me sentí cuando entré en ella y cuando, de repente, me di cuenta de que había perdido a mi padre y de que estaba solo en la Catedral. No lo olvidaré jamás. Aquellos cinco minutos (no debieron de ser más) se me hicieron tan largos que me parecieron una eternidad. Mi padre y yo, después de hacernos la foto, habíamos entrado en la Catedral y yo me había quedado tan deslumbrado1 que todavía no había conseguido reaccionar. Pero mi padre me enseñó en seguida cómo había que mirarla: no hacia lo alto, como hacía toda la gente y como yo estaba haciendo también, sino al revés, hacia abajo, en el fondo del agua de la pila2 que había junto a la puerta y en la que, como en la de la iglesia de Olleros, la gente se santiguaba antes de desperdigarse entre las columnas que sostenían el techo de aquella fabulosa