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En la cárcel
El narrador se encontraba prisionero en una cárcel argentina en 1974. Su hijo Nico viene a visitarle.
Nico era chiquito y flaquito. Los barrotes de las rejas, escasamente distantes unos de otros y que nos separaban de nuestros familiares eran helados. Allí nos agolpábamos[1], casi unos sobre otros, cuando llegaban nuestros seres queridos. Nicolás, de apenas tres años venía frecuentemente. Me miraba sin comprender por qué yo estaba del otro lado de los barrotes, por qué no podía estar con él. Imaginándose cosas horribles sobre nuestra vida carcelaria. Pero un día se me ocurrió probar[2]... Y su cabecita pasó entre los barrotes. Me di cuenta de que todo su cuerpito podría hacer lo mismo. Y negocié con el guardia de turno. Los guardias eran brutales y bestiales. Pero había aquellos que en medio de la violencia infernal de una paliza deslizaban una mirada cómplice, aflojaban imperceptiblemente las trompadas[3] (imperceptiblemente para los otros guardias y sus jefes, pero no para nosotros, atentos al menor gesto), los que se conmovían de nuestra situación y la de nuestras familias. Acaso éste al que me refiero tuviera un hijo chiquitito y flaco. El caso es que dejó pasar a mi Nico. “Sólo un ratito”; ¡Un ratito! Fue uno de los momentos más intensos de mi vida. Llevé a mi hijo hasta la celda, le mostré mi cama, los estantes donde teníamos acumulados un tarrito de dulce de leche y algo de mermelada. Le hice ver cómo vivíamos, la mesita donde yo me sentaba a escribirle las cartas que le enviaba todas las semanas, el inodoro, la ventana, las revistas, los libros. De pronto vio una cucaracha[4] que se paseaba por el suelo y me dice: - Papá, mátala. Le dije que era una amiga nuestra y que no hacía daño. Después de unos minutos y ante el temor del guardia de que se descubriera su transgresión del reglamento, volví a pasar a Nico del otro lado. Fue difícil pero