Rompe, destroza, desgarra, grita.
Porque maldita sea no lo entiende, definitivamente no lo entiende, como pueden, como osan pedirle algo así.
Golpea la silla contra la pared, tira los platos contra Sam, y grita, sigue gritando, como no lo ha hecho nunca, para no llorar, allí delante de todos, que la miran como si estuviera loca.
Siente que el aire ya no llega a sus pulmones, que su cabeza va a reventar, el viento quema su piel al rozarla, y mientras cae al suelo, cree que de verdad se ha vuelto loca, porque la realidad se ha esfumado, ya no esta en el salón de Emily, rodeada de todos esos niños que juegan a ser hombres.
Ahora esta sola, perdida, en medio de la niebla, desnuda en alguna parte del mundo, donde el sol acaricia suavemente su rostro en un patético intento de consolarla.
Desgarra su piel, hundiendo sus uñas en sus carnes, quiere deshacerse de ese manto inútil que la oprime, que le impide respirar.
Araña, en un intento salvaje de deshacerse del calor, su cuello, su pecho y sus piernas. Porque siente que si no se arranca la piel morirá de asfixia, abrasada por su propio cuerpo.
En la lejanía oye la voz dulce de Seth, llamarla, siente sus manos aferrando sus muñecas, y quiere decirle que la deje, que la deje irse, perderse en su delirio, donde Sam no existe y Emily no va a casarse.
Siente su cuerpo romperse en mil pedazos, retorcerse, y fundirse en la arena ardiente. Ahora ya no es Leah, ya no hay barreras que la retengan anclada a esa realidad fútil y sin sentido.
Por primera vez en mucho tiempo, se siente libre, mientras observa su cuerpo inerte tirado en la arena blanca. Sus males y sus desdichas se han quedado allí atrapados en esa prisión de rostro hermoso, que fue suyo.
Leah.
Y esa voz tira de ella, una y otra vez, obligándola a volver, reteniéndola. Llenando su mente, su ser, poseyéndola, mientras con voz tranquilizadora, le roba su libertad, encerrándola a traición.
Leah, no te dejes morir.
Su suplica la destroza, y ya no tiene fuerzas,