Se llamaba sara
Era una infancia feliz y protegida. No estallas, nos disputas. La escuela abajo la calle. Fiestas de Thanksgiving apacibles. Navidad caluroso. De verano largos y perezosos en Nahant. Meses sin historia hechos semanas tanto sin historia. La sola cosa que malgastaba mi felicidad perfecta, era mi profesir de quinto, platino Señorita Sebold, que me aterrorizaba haciéndonos la lectura del Corazón revelador de Edgar Allan Poe. Gracia a ella, yo he tenido pesadillas. Fue durante mi adolescencia que yo olido los primeros llamadas de Francia, una fascinación insidiosa que crecía a ledida que el tiempo pasaba. Por qué la Francie ? Por qué Paris ? La lengua francesa siempre me había atraído. La encontraba más dulce, más sensual que el alemán, español o italiano. Hasta me destacaba en la imitación del turón francé de Looney Tunes, Abuelito Le Pew. Pero dentro de mí, sabía que mi deseo que crecía para Paris no tenía que ver nada con los clisé que tenían los Americanos – la ciudad romántica, elegancia y sexy. Era para mí bien otra cosa. Cuando descubrí Paris por primera vez, son sus contrastes que me hechizaron. Los barrios duros y populares me hablaban tanto como los barros de Haussman. Quería saber todo sobre sus paradojas, sobre sus secretos, sobre sus sorpresas. Me eché veinticinco años a derretirme en este universo, pero lo hice. Aprendí a hacerme al malo humor del camarero y a lo grosería de los taxi. Aprendí como conducir plaza de la Estrella, quedando impermeable a los insultos de los conductores de autobuses enervados y a los – más sorpredentes al principio de elegantes rubias mechea en negro mini. He parendido a responder a las porteras arrogantes, a las vendedoras marisabidillas, a los telefonistas hastiadas y a los médicos pomposos. He aprendido cómo los Parisinos se consideran superiores al resto del mundo, y más particularmente a otre ciudadano francés, de Nize à Nancy, con un desdén suplementario para los habitantes de los suburbios de la Ciudad