Al regreso de vacaciones acabábamos de conocer a un chico de trece años, correcto, grande, delgado, un poco pálido, distinguido, que me miraba con ojos tan ávidos, tan deseosos de conocimiento que de inmedato yo lo había adoptado, instalado frente a mí y sin darme cuenta me dirigía siempre a él, como si estuviera solo conmigo en una clase particular, pero muy rápidamente, me dí cuenta que no valía la pena. Yo no lograba sacarle ni una sola palabra de la boca en todo el día, ninguna tarea. Un mudo. Un ente. Los ceros se adicionaban. Al final, no pudiendo más, a causa de esa atención apasionada que me fascinaba, decidí obtener algo de él, sin importar el precio: lo abordaba, lo guié con delicadeza al principio, con firmeza después, convencido de mi poder, del poder que yo tenía para hacerlo salir de él lentamente, con su consentimiento y pronto, si fuese necesario, con ataques bruscos a pesar de él, de tanto oprimirlo por todas pates, yo me obstinaba, con gusto rompería esa cabeza frágil, tan bien hecha en apariencia y pondría allí la chispa que lo animaría, que permitiría que nos entendiéramos, que daría todo el sentido a su éxtasis, que le permitiría hacerme saber que por fin había comprendido alguna de las cosas misteriosas que yo repetía hasta el cansancio y que él escuchaba con un furor tan extraño y tan vano. ¡Lástima! Me aferré demasiado a mi palabra, pero ¿cómo, después de tantos esfuerzos, mi paciencia, de repente agotada, se convirtió en violencia, mi violencia en exasperación, mi exasperación en furor? Creo que nunca en mi vida había mirado a alguien con tanto reproche, con un rencor tan denso. Por mi parte lo que sentía más que desmotivación, era una especie de desesperanza, y sin duda por su parte, era una desesperanza