Type bac espagnol
Conocía bien esos parajes porque en su juventud pasaba las vacaciones allí invitado por 35 unos parientes que administraban la parte agrícola del sanatorio. Entramos a barquinazos por un camino de tierra bordeado por grandes plátanos orientales formando una bóveda verde por encima de nuestras cabezas. A un lado quedaban los potreros y al otro los edificios rodeados de un huerto de árboles frutales, donde deambulaban unos cuantos dementes pacíficos vestidos con camisolas descoloridas, que acudieron a nuestro encuentro corriendo junto al coche y asomando las caras y las manos por las ventanillas entre gritos de bienvenida. Nos encogimos en el asiento espantados mientras el tío Ramón los saludaba por el nombre, algunos habían estado allí por muchos años y en los veranos de su juventud jugaba con ellos. Por un precio razonable negoció con el cuidador para que nos dejara entrar al huerto.
–Bájense, niños, los locos son buena gente –ordenó–. Pueden subirse a los árboles, comer todo lo que quieran y llenar este saco.
Somos inmensamente ricos.
No sé cómo consiguió que los internos del sanatorio nos ayudaran. Pronto les perdimos el miedo y terminamos todos encaramados devorando damascos, chorreados de jugo, arrancándolos a manos llenas de las ramas para meterlos en la bolsa. Les dábamos un mordisco y si no nos parecían bien dulces los tirábamos y sacábamos otro, nos lanzábamos los damascos maduros, que nos reventaban encima en una verdadera orgía de fruta y de risa. Comimos hasta la saciedad y después de despedirnos a besos de los orates emprendimos el regreso en el viejo Ford con la gran bolsa repleta, de la cual seguimos engullendo hasta que