Jorge bucay , el candidato , 2006
A las dos en punto, una enorme explosión derribaba1 gran parte del centenario edificio del Archivo General de la República de Santamora y una inmensa bola de fuego envolvía lo que quedaba en pie. Justo enfrente del Archivo; al otro lado de la calle en doble sentido, se erguía el edificio en el que Agustín Montillano y Carolina Guijarro habían decidido alquilar un lugar para enfrentarse al desafío de la convivencia. [...]
El estruendo2 arrancó de la cama a Carolina Guijarro, que, sin tener conciencia de lo que ocurría, cayó al suelo enredada entre la sábana y la colcha.
Una lluvia de cristales inundó la habitación y la onda expansiva de la explosión agitó de tal manera las estanterías y el armario que estuvieron a punto de caer sobre la cama.
Aturdida, Carolina trató de moverse; le costaba coordinar sus movimientos, le zumbaban los oídos hasta dolerle y al intentar levantarse sintió una fuerte punzada en el antebrazo. Se arrastró hasta la mesa de noche y encendió la luz. La herida sangraba profusamente.
Como pudo, se hizo un vendaje con la funda de la almohada. Según iba adquiriendo conciencia de la situación, la invadía más y más el desconcierto. Los pensamientos se arremolinaban, caóticos, en su cabeza. Pensó en Agustín; no estaba a su lado. Creyó recordar que esa noche tenía guardia, pero no podía estar segura; quizá estaba sangrando como ella en alguna parte de la casa. Gritó llamándolo por su nombre, pero no escuchó ni su propia voz. No entendía si era porque no podía hablar o si estaba tan sorda que sus oídos no podían escuchar siquiera sus gritos.
Cerró los ojos, deseando que todo fuera una pesadilla3, y rompió a llorar. Después de un tiempo que no debió de ser demasiado largo,