Pelícanos
(Atlántida 1, enero-febrero 1954, La Coruña, pp. 6-7)
Me ha acontecido el recibir, hace pocos días, el presente de un librillo, que ha sacudido todos los planes que me había formado para esta conferencia, cuya invitación me proporcionaba tanto honor como placer y que despertaba en mí no menos esperanzas que recuerdos. No es raro que nuestros proyectos de trabajo intelectual más reflexivo estén sujetos a azares, bajo cuyo golpe, a la par que las convicciones se reafirman, los términos de expresión se metamorfosean.
Mi admirable contemporáneo, el poeta Eliot, lo ha confesado muy pertinentemente en un lectura dada, no ha mucho, en Niza: cuando el escritor se sienta a su mesa de trabajo, quien le imagina en tal disposición, cree generalmente que su pensamiento está ya establecido y que todo el quehacer consiste en escoger los términos más adecuados, las frases más brillantes y la mejor disposición de conjunto posible… Sin embargo, lo que sucede es que, cuando el texto está ya escrito, se ve que su resultado es una cosa bastante diferente de lo que se había pensado tener que escribir.
Yo no digo que, para cada uno de nosotros, haya de reproducirse la aventura de Juan Jacobo Rousseau; es decir, el haber tenido la intención de redactar, con la finalidad de un concurso, una pieza elocuente en celebración de los beneficios de la civilización, en el gusto de la época iluminista, y haber finalmente encontrado bajo la pluma una diatriba contra la corrupción engendrada por una y por otra, en contraste con las virtudes del hombre solo, del inocente vivir primitivo. Pero, lo posible es experimentar lo que ahora yo mismo, cuando, tras de años de mantener la costumbre, que tiene todo el mundo, de hacer del pintor Doménico Theotocópuli el tipo apasionante del barroco y, del filósofo Blas Pascal, el del dinamismo existencialista, verse sorprendido al descubrir, en el uno como en el otro, en el artista casi oftalmópata al igual que en geómetra casi